Mi vida se convirtió en un almanaque. Me despierto pensando qué día es, cuánto falta para el reestreno de la obra, qué día hay que retirar las tarjetas, cuándo es el casamiento de M, el civil de M, qué días son los ensayos, cuándo arrancan las clases, cuándo me tengo que inscribir, qué día mi hermana festeja su cumple y así seguimos, detalle tras detalle. En el medio del fecherío una se olvida de cosas importantes. Se olvida de que le gusta mirar la tele sin mirar nada, se olvida de que hace días que tiene ganas de cocinar brownies, se olvida de que se prometió dormir ocho horas, se olvida de que hace semanas que no ve a sus amigos sin pensar que se tiene que ir. O sea, se olvida de las propias fechas que hacen que una se sienta importante y no una pieza de relojería dentro de un funcionamiento que nos excede.
Me gustaría dedicar una tarde a pasear sin pensar que tengo que volver corriendo. Me gustaría no sentir esta cosquilla horrible cuando pierdo el tiempo cuando en verdad lo estoy ganando.
Algunas fechas existen para que una se de cuenta de que hay cosas que pasan y son tanto o más importantes que otras a las que una le dedica tanto tiempo. Cosas que no tienen fechas de entrega ni líneas que mueren, cosas que crecen porque una les dedica porque lo desea infinitos pequeños fragmentos de tiempo. Y está bueno que uno celebre esas fechas porque son las que nos recuerdan que, por más de que no anotemos ciertas cosas en la agenda, si esas cosas nos faltaran la tristeza haría que todas las demás cosas importantes perdieran peso y dirección.
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