Me resulta más que difícil tener que explicar mi timidez. Más aún siendo evidentemente pelirroja. Más de una vez quedo como una resentida social que no saluda, o que dubita, o que no se sabe si quiso o no, si se hace la diva o la tonta, o si directamente vive en la luna. Lo que la gente no sabe es que lo que para otros es mero gesto involuntario, para mí es un ejercicio y para nada me vanaglorio de que me cueste tanto lo que para otros resulta tan natural.
Hoy a la noche leo y le pedí especialmente a mis amigos que no vinieran a escucharme, pese a haber sido ellos quienes seleccionaron el repertorio. Incluso, mi amiga cuasi homónima G., me preguntó cómo hacía para preferir un auditorio extraño a un auditorio conocido. Justamente, G., le respondí, un auditorio extraño me posibilita ser una extraña, mirar el piso, tartamudear un poco, irme corriendo después de un par de versos y generar ese misterio ridículo que se resume en Y.A.ESTA.QUÉ.LE.PASA?
- A veces, es verdad, selecciono un par de intrépidos para que me aten al mástil y no me escape y grite yo más fuerte que las sirenas. Su rol, en este caso, no es tanto escucharme leer como evitar que no lea. -
Mi auditorio entrañable, por el contrario, esperaría de mí algo más de entrecasa, de puertas adentro, cuando no dudo un instante en recirtar Alfonsina a lo Singer usando de micrófono un cucharón y vistiendo un camisón de seda.
Por eso, amigos míos, la ventaja de conocer a un tímido cuando depone los escudos, es que empieza la función.
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