miércoles, 8 de abril de 2009

JIPI








Jimena Repetto para revista Diez Pinos N 2


A mí siempre me gustó la ciudad. Digamos que disfrutaba de lo que tenía para darme y cubría mis expectativas de persona ansiosa que necesita veinticuatro horas de puro estímulo y adrenalina para ser feliz. Pero cuando empecé a trabajar como profesora de Español con turistas de los lugares más remotos del planeta, su fascinación por lo autóctono porteño me terminó asqueando. Era como si misteriosamente compartiéramos dos ciudades. La de ellos tenía demasiadas horas libres para despilfarrar entre teatros, cines, restaurantes y milongas, por no hablar de paseos exóticos en tours de fantasmas o recorridos extasiados por la Costanera y Palermo. La mía no. O, por lo menos, tenía muchísimas horas con ellos preguntándome, con el mismo asombro con que hubieran mirado un elefante violeta, cómo podía ser que yo nunca hubiera ido a una milonga o a comer a un tenedor libre de carne en Puerto Madero.
A los cinco años de convivir describiendo las maravillas urbanas, mientras explicaba la diferencia entre los verbos “ser” y “estar”, me di cuenta de que yo siempre había querido un jardín lleno de conejos, caballos y tres perros, una casa con techo a dos agua y usar polleras floreadas para ver cuántos huevos habían puesto las gallinas. O sea, la pregunta en ese momento fue: “¿qué hago yo en Buenos Aires si siempre quise vivir, como Laura Ingalls, en una “Pequeña casa en la pradera”?” La solución, rápida y estrepitosa, se resumió en: “me voy al sur dentro de tres días”. En un principio, mis planes no incluían una mudanza completa, tampoco era tan valiente. Más que nada, me hice la aventurera mochila al hombro en pleno marzo cuando los noticieros sólo hablaban del regreso a clases y el simpatiquísimo calor húmedo no había tenido la delicadeza de bajar un grado. Las reacciones de mi familia, amigos y reciente ex novio fueron unánimes: una locura. Lo que yo quería hacer era, justamente, eso. Estábamos todos de acuerdo.
Mi primera parada fue Bariloche, mucha “palmas, palmas”, más extranjeros que los que había abandonado en las clases y más gnomos porta-sahumerios que el verdadero sentir de la naturaleza. A los dos días, me fui al Bolsón. Sí, acá llegué a los baños sin agua caliente, comer arroz pegoteado seis veces a la semana y qué placer caminar cuatro kilómetros para ir de la hostería al pueblo. Me di el gusto y, bien jipi, canté los grandes éxitos de Sui Géneris y Los Piojos, aprendí a hacer mermelada de frambuesa y usé una pollera batik y larga hasta los tobillos. Para olvidarme del mundo, no me conecté a Internet por dos semanas y, en cambio, tuve amistades nuevas y presenciales. Descubrí que había un montón de gente archi-súper-re-copada que pensaba igual que yo y que estaba dispuesta, en un acto heroico reivindicatorio de una vida antiburguesa, a largar todo y poblar La Patagonia. Nuestro nuevo mantra pasó a ser: “Aguante la vida sana”.
Una mañana, con un frío insoportable en pleno marzo, me fui. Próxima parada: Villa La Angostura. Ahora sí, todo un poco más civilizado, más caro, sin un cine, pero con un microboliche y muchas excursiones para hacer de acá para allá. Por esas casualidades, fui a parar a un semi-hotel donde no había un mísero turista pero estaba lleno de residentes que, como la casita en la pradera era impagable, tenían que dormir de a cuatro en una habitación y compartir de a ocho la cocina. Y ahí yo y mi gran oportunidad. Como para hacerla bien, me jugué por el combo completo: en tres días me hice de amigas residentes, que eran más porteñas que la Nueve de Julio, y me ofrecieron un trabajo de moza para la temporada de invierno en una casa de té, que incluía un uniforme de auténtica suiza con dos trencitas y todo. Por si fuera poco, me conseguí un novio que vivía en un garage convertido en monoambiente y me invitó a vivir juntos para siempre en esa habitación con vista al cerro Bayo. No había gallinas ni techo rojo a dos aguas, pero era lo más parecido al sueño sureño que podía encontrar. Abrí mi casilla de mails después de veinte días, me enteré de las crisis emocionales de mis amigas urbanas, del viaje a Bahía de mi ex novio, de la fuga del albañil sin colocar los azulejos en la casa de mi mamá y de las fechas de finales de la facultad. Mi vida había cambiado, así que mandé un mail colectivo diciendo que tenía una gran noticia para dar.
Al fin de esa semana volví a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Bajé del micro, me recibió un golpe de humedad y le expliqué a un taxista qué difícil es vivir en ese (este) lugar espantoso e irrespirable. Se me caían las lágrimas de emoción mientras le comentaba que yo tenía un verdadero proyecto de vida, lejos y en un lugar cerca del bosque. Me acuerdo que me felicitó.
Dos meses tenía que esperar para que me viniera a visitar mi nuevo príncipe patagónico. En ese tiempo, me iba a recibir para poderme ir con título universitario a servir torta galesa y té de naranja. Con una ansiedad inaudita por perfeccionarme, practiqué con las bandejas en mi casa. Comprobé, como suponía, que soy incapaz de mantener ni una tacita de café en equilibrio. Para aprovechar la ciudad, fui al cine, al teatro y tomé muchos, muchos colectivos y subtes toda apretujada. Además, di en tiempo récord dos finales que debía y me dejé uno para diciembre cuando volviera a visitar a mi familia, considerando que en el Sur iba a poder estudiar tranquila. Me auto-convencí: no tenía por qué apurarme, visto y considerando que mi futuro cambio de vida era, a la larga, más que favorable.
Podría haberlo sido, tal vez. Llegaron juntos junio y mi chico de visita con chocolates. Como era Licenciado en Turismo y había estudiado en Buenos Aires, me llevó a recorrer edificios y monumentos que yo había visto mil veces antes sin hacerme muchas preguntas. Me sentí una turista cualquiera. Para terminar el día, nos sentamos a comer en un restaurante de Avenida de Mayo. Estaba agotada y feliz por las clases téorico-prácticas de arquitectura porteña. Pedimos la comida y, vaya una a saber cómo, se produjo el silencio más largo de la historia de los tiempos. No había nada que decir. Por suerte, mi compañero lo llenó explicándome cuán detestable es la ciudad y que cómo se podía vivir de una manera tan insalubre…
Claro.
En Villa La Angostura, un día de junio, como hoy dijo, llueve todo el día.
¿Y qué se hace?
Se juega a las cartas.
(silencio de mi parte) ¿Eso?
Eso. Se juega a las cartas.
Aja. ¿ Y qué más?
Ahí vino un beso y un par de comentarios sobre los pasatiempos una parejita universalmente apasionada, ya sea en Villa La Angostura o en la China.
¿Y los fines de semana? Lo mismo que hicimos cuando estabas allá: se alquilan pelis o se va a bailar. Vi “Troya”, no te das una idea, es lo más. ¿Qué más? ¿Qué más, qué? ¿Qué más se puede hacer? Ah, se puede andar en bicicleta. No sé andar en bicicleta. ¿NO SABÉS ANDAR EN BICILETA? ¿Está mal?, no sé.
Por dos segundos la vida sureña me empezó a parecer un infierno de bandejas llenas de café volcado sobre mi trajecito suizo, películas de acción los domingos, microboliches desbordantes de punchi punchi, paseos obligatorios en bicicletas aterradoras y tardes de truco en un ex garaje de dos por dos. Todo esto, con lluvia de fondo. ¿Dónde entraban las gallinas, el caballo, la pollera de flores, el techito a dos aguas?
A los pocos días, mi prometido Ingalls se fue y no nos vimos más. Terminamos vía mail. Con mis amigas patagónicas nos escribimos cada tanto. Hoy por hoy, hay veces en las que pienso que me voy a ir a vivir al Sur. Siempre quise comprarme un San Bernardo y que se llame Jacinto. O, por lo menos, es una deuda que prefiero pendiente. A todo esto, a la milonga fui, a comer carne a Puerto Madero, no.
Nunca aprendí a andar en bicicleta. Será que los colectivos me dejan bien.

No hay comentarios: