miércoles, 7 de mayo de 2008

Leer y escribir.

A los seis años casi gano un concurso de disfraces. Vestida de bruja y pelirroja. Digo casi porque llegué a la final y perdí. En ese momento era claro que ser linda era otra cosa, era ser rubia y vestirse de princesa con un traje alquilado o comprado en Disney -nadie más tenía un vestido de Blancanieves en los 80s-, era cantar un tema de Festilindo y que te aplaudieran. Eso estaba muy bien. Yo me puse un vestido viejo y cuando llegué a la final mis primos salieron corriendo para buscar una escoba y completar el traje. Igual salí segunda y me dieron un premio de caramelos. Salí a recibirlo el al ritmo de los aplausos de mis primos que también se habían disfrazado con lo que había en un cajón.
Hoy tuve una noche rarísima. Una de esas noches en las que el día se termina demasiado rápido y con el día, todo lo que en el día podía pasar. Hoy sentí el ida y vuelta, las vueltas de la vida que le dicen. Hasta qué punto puede cobrar velocidad una palabra, cómo puede incrustarse, estallar, deshacerse, quebrar el árbol, la rama, el nido, las alas.
Cuando volví a mi casa, el premio lo repartimos entre todos, al final era como si lo hubiéramos ganado juntos, yo sin ellos no me hubiera ni animado a subir al escenario. Yo no era Blancanieves, pero tenía una hinchada con escoba. Pero también tenía seis años y estaba un poco triste. Por eso volvía mirando las baldosas, pero tratando de que nadie se diera cuenta para no contagiar. Mi tía, a todo esto, se dio cuenta. Mi tía que sabía todo lo que hay para saber en el mundo me dijo que no tenía que estar triste porque lo mejor que yo tenía no era el traje, sino lo que el jurado municipal no había visto: los hechizos.
Y con eso dijo todo y por eso me duele tanto cuando algún escéptico cree que magia es algo yo no hago y que las palabras son algo que ya no importa. Porque sí importan. Más cuando las martillan sobre la cabeza de la tortuga que sostiene al mundo. Importan porque dicen todo lo que queremos saber.

No hay comentarios: